>Una occidental en un convento nepalí

>(Texto publicado en el nº 2 de la Revista Lonely Planet)

La oración y el aprendizaje de las enseñanzas budistas son las principales actividades de las monjas de Khachoe Gakyl Ling.

Texto de Gemma Cernuda

Hace una semana que hablé con Jangsen, directora del convento de monjas budistas Khachoe Gakyl Ling Nunnery, a cinco kilómetros de la ruidosa Katmandú. El edificio se encuentra al lado del monasterio de Kopan, donde reside el lama Osel, en su día célebre “niño de las Alpujarras” y supuesta reencarnación del Rimpoché Lama Yeshe.

Jangsen me recibió en su oficina. Con una gran sonrisa, un inglés básico y mucha generosidad, me autorizó a convivir cinco días con su comunidad. No se sorprendió por mi petición, aunque más tarde supe que era la primera vez que una occidental solicitaba permiso para quedarse un tiempo. Era mediodía cuando llegué. Las monjas ya habían comido y muchas estaban con sus libros en el campo que rodea el convento, recitando y memorizando las enseñanzas de Buda. Deben aprenderlas al pie de la letra para alcanzar el máximo nivel jerárquico de su orden.

Estudios y religión

Dentro, en el templo, se impartía la clase de Debate. Ésta tiene una puesta en escena muy concreta: los lamas-maestros se sientan de espalda a la figura de Buda, simulando un tribunal. Las estudiantes, las monjas, se sientan en paralelo mirándose
y dejando un pasillo entre ellas. Cuando se “examinan”, se alzan y responden de memoria a la pregunta de los monjes con contundencia y afirmación. Los estudios filosóficos son una de las seis materias que estudian. Las otras son nepalí, tibetano, inglés, contabilidad y oración.

Así estructuran sus actividades las 320 monjas de la comunidad. La mayoría llegaron desde el Tíbet huyendo de la ocupación china y caminando durante semanas por el Himalaya. El convento se construyó en 1979 y comenzó a funcionar en 1986, gracias a las donaciones del monasterio vecino. Las primeras peregrinas asumieron los trabajos de construcción. Hoy, el recinto cuenta con tres edificios, además del templo de rezos y enseñanzas.

Las habitaciones son frías, sencillas, de muros blancos y literas. Mi habitación tiene capacidad para dos personas y está en el último piso. Dispone de un baño, pero sin agua, con un agujero en el suelo, y sin espejo. Una gran ventana permite la entrada de luz natural. A través de ella veo Katmandú y escucho el Ommm de los rezos.

El día empieza cuando aún es de noche. A las cinco de la mañana, en silencio, las monjas se dirigen al templo. El gong marca la hora del rezo, la primera puja, o misa, del día. Visten sus túnicas naranjas y granates, y con su libro de estudio se dirigen a la sala de culto. Caminan con sonrisa serena, perenne en su expresión. Al entrar en el templo realizan las genuflexiones
de respeto ante la figura del Buda y se sientan en una especie de pupitres bajos para memorizar los textos. El murmullo constante envuelve este pequeño rincón del mundo y lo aísla de la vida externa.

Unas monjas sirven el té tibetano, salado, que se mezcla con tsampa (mantequilla rancia) y se acompaña de los chapatis, una especie de tortas que el cocinero preparó la noche anterior. La campanita anuncia el descanso. No hacen falta las palabras. Cada una sabe sus responsabilidades para el día: servir el té, limpiar, hacer la comida, atender la cantina… De momento, siguen leyendo y estudiando. Cuando los primeros rayos de sol entran en el templo ellas permanencen constantes, interiorizando el mensaje del Buda.

Vida comunitaria

Las monjas más jóvenes son niñas que se comportan como tal. Se estiran de las túnicas, ríen, se esconden y me observan entre sonrisas. Alrededor de las doce del mediodía almuerzan. Los turnos de cocina están establecidos y son rotativos, menos el puesto de cocinero, que es fijo. Después de comer, hasta las dos, se descansa. Aprovecho ese tiempo para hablar con algunas monjas. El inglés es elemental, pero suficiente para entendernos. Hablamos de la mujer y de cómo es en Occidente. Les pido su opinión sobre la mujer profesional, ambiciosa y moderna. Una joven de 23 años comenta que la mujer debe casarse o hacerse monja. No contempla otras opciones. Sin embargo, valoran el éxito –y su persecución–como una actitud positiva.

La conversación transcurre en la cantina del convento, donde se venden desde las masala chips y refrescos, hasta bombillas y pilas. Me cuentan su vida. Las que tienen su familia en Katmandú pueden verla una vez al mes, pero las que huyeron del Tíbet no la ven nunca. En sus horas libres, a veces salen y caminan hasta Bodhnath, una de las estupas más grandes del mundo, donde oran, pasean y observan a los turistas. A las dos, regresan, para volver a rezar o asistir a clases, según el día.
En ocasiones, las monjas “rezan por encargo” cuando alguien, por diversas causas, solicita y paga las pujas.

Me intereso por cómo financian sus vidas, qué recursos tienen. Eso me lleva a una especie de sótano donde unas monjas elaboran y envasan incienso. Hay tres tipos distintos: para meditar, curar o relajar. Posteriormente, los etiquetan en el monasterio de Kopan y la monja Tenzin se encarga de su promoción y distribución. Se comercializan a través de internet,
de la tienda dirigida a los turistas y de algunos clientes internacionales que compran grandes cantidades. Una segunda forma
de recaudar fondos es el apadrinamiento de monjas. Con una cuota de 350 dólares anuales se cubren los gastos y estudios de una novicia durante todo el año.

A las siete de la tarde finalizan los estudios en el templo y empieza la cena. Las comidas son bastante monótonas y suelen consistir en arroz, verduras, una especie de empanadillas de carne, chapatis, sopa de pasta casera y poca cosa más. Cuando anochece siguen estudiando y el Ommm constituye la banda sonora del Khachoe Gakyl Ling. Desde mi ventana veo y escucho a las monjas recitando como si cada una estuviese aislada en su burbuja.

Jangsen me espera en la oficina. Esta noche hemos quedado para preparar mi entrevista con el abad del monasterio. La directora me explica cómo tengo que comportarme ante el Rimpoché Lhundrup Rigsel. Cuando me reciba debo realizar tres genuflexiones ante él, sentarme en un nivel más bajo, hablar sólo cuando me autorice y, antes de marcharme, darle un sobre con un donativo económico. También me da un pañuelo blanco (el hada) que debo entregarle como ofrenda.

Mientras practico mis primeras genuflexiones, reímos y me cuenta su huida del Tíbet. Tenía 15años y caminó ocho días y ocho noches, sin parar. Ahora tiene 39 años, fue la primera mujer en llegar a Kopan y es cofundadora del convento. Me explica que raparse el pelo es un voto más, un símbolo del desapego, de no preocuparse por lo físico, lo estético, lo pasajero. También hablamos de la importancia del no-sufrimiento, y de la necesidad de meditar diariamente.

Mi último día en el convento empieza con la reunión con el Rimpoché Lhundrup. Me recibe con una gran sonrisa y al iniciar la primera genuflexión me detiene y me hace sentar con él. Le ofrezco el pañuelo blanco y me lo coloca alrededor
del cuello. Conversamos durante media hora sobre budismo y pregunta sobre mi vida. Me aconseja que posponga el trekking por los Annapurnas, ya que la guerrilla maoísta está activa en las montañas y Katmandú está bajo toque de queda (es septiembre de 2003). Al despedirnos, me pregunta “¿pero tú no querías hacerte monja?”. Le devuelvo la sonrisa que se convierte en risa y me regala un libro; Make your mind an ocean, del lama Yeshe.

He pasado cinco días en el convento. Me voy contenta de este primer contacto con el budismo. Después de caminar ocho semanas por el Himalaya y de descubrir estupas, templos y monasterios budistas, siempre repletos de monjes, quería conocer el lado femenino. Al despedirme, me cruzo con el Rimpoché Lhundrup, quien vuelve a preguntarme cuándo
me haré monja. “¡Todavía no!”, le contesto, y salgo de mi paréntesis budista con una sonrisa en el rostro. Camino hacia Katmandú sintiéndome como si volviera de un sitio muy lejano, viajando a través del espíritu y del silencio. Llego a la ciudad
con ganas de saber más, de leer más, de volver a estar con ellas, de aprender. Deseo su paz, su compasión, su sonrisa, su entendimiento. A veces, también, su resignación.




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